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  • La sensaci n de desmoronamiento

    2019-06-20

    La sensación de desmoronamiento y de vértigo nace en “Lumbre en el aire” de la confusión de lo terrestre con lo estelar o sideral. Mientras los signos “jardines”, “mar” o “rocas” remiten a realidades telúricas, “cielo”, “astros”, “cometas”, “aerolitos” “galaxia” sitúan al lector en la dimensión cósmica superior. Todo ello culmina con la postulación de un “Big bang”. Lo particular en este “Big bang” es que adviene “a cada instante” y no remite a la teoría más difundida sobre el nacimiento del universo. Significa que en la cosmología poética de José Emilio Pacheco, el principio del fuego actúa en ocasiones como una experiencia inmediata o cotidiana en la que podemos asistir al espectáculo de la materia modificándose ante nuestra mirada. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las transformaciones de las “dunas” en el poema epónimo “La arena errante”: El hablante rememora un espectáculo de la vida natural. La reminiscencia infantil sirve de Lauric Acid para una reflexión sobre la mutabilidad. El cambio constante de apariencia de las “dunas” expresa la preeminencia del movimiento sobre la quietud, del fuego sobre el reposo. Los dos impulsos no se referen solo a una experiencia material, sino que también inscriben estas mutaciones en un orden temporal. En otras palabras, el poema pone en acción la “arena errante” del desierto y la de la sucesión cronológica, ambas reunidas o sintácticamente trabadas en la estructura paralelística “Lluvia de arena como el mar del tiempo / Lluvia de tiempo como el mar de arena”. La metamorfosis de las dunas a lo largo de la jornada no describe solamente un fenómeno ecológico; es otra manifestación del fuego cósmico, de la perpetua movilidad de los elementos. El verso “Médanos nómadas” que cierra el fragmento subraya esta falta de reposo que reina en las dunas desérticas, asimiladas a un pueblo en eterna trashumancia. El verso interesa también desde el punto de vista de su juego silábico paronomásico. En efecto, la asociación de los significantes “médanos” y “nómadas” en un mismo sintagma nominal —“médanos nómadas”— produce una eufonía que se explica por el hecho de que uno es casi la imagen sonora inversa del otro. Esta equivalencia fonética, es decir, la permutabilidad aproximativa de los dos significantes, refuerza la idea expresada en el plano semántico. De hecho, lo que define los “médanos” es precisamente su nomadismo, su movimiento incesante bajo las fuerzas conjugadas del viento y del tiempo. Quisiera finalmente analizar el tercer aspecto de la metáfora del fuego en la cosmología poética de Pacheco: el retorno cíclico de la materia.
    El fuego como ciclicidad de la materia La obra del mexicano suele mostrar la naturaleza y sus componentes en un continuo renacimiento cíclico, aunque también existe alguna excepción a DNA poymerase esta regla. En el pensamiento de Heráclito, la ciclicidad del mundo nace de la constante lucha de los opuestos. En esta dialéctica implacable, cada fuerza vive de la muerte de la que la precede y también alimenta a la que la sigue. Así, afirma el filósofo de Éfeso, “vive el fuego la muerte de la tierra y vive el aire la muerte del fuego; el agua vive la muerte del aire; la tierra, la del agua” (79). Algunos estudiosos de Pacheco han asimilado la dialéctica de los elementos con una circularidad que subraya la coincidencia entre el fin y el comienzo, pensando no solo en el eterno retorno característico de Heráclito, sino también en la cosmología azteca. Pura López Colomé, por ejemplo, analiza el tema del tiempo en José Emilio Pacheco bajo la imagen del Ouroboros. Este símbolo se refere, por un lado, a “las duplicidades tan evidentes en el autor, a la vez oscuro y claro, oscilante entre los principios ético y estético, entre la culpa y la absolución” y, por otro, a “la continuidad de la vida por medio de un animal”. El Ouroboros representa, en efecto, “una serpiente que se muerde la cola”. Este acto de autofagia y autogénesis “encarna la idea primitiva de la naturaleza autosuficiente, nietzscheana también, que retorna a sí misma, a su principio, en un patrón cíclico” (71). La idea supone que tanto el universo como los componentes que lo construyen, se renuevan, mueren y nacen, se apagan y vuelven a encenderse. Desde una perspectiva similar, Selena Millares asegura que la filiación solar de la llama en este caso remite a “creencias ancestrales mexicanas, sobre un Dios que da la vida y se alimenta de la muerte”. Del mismo modo, lo ígneo es creador de ciclicidad cuando pensamos en la “destrucción renovadora” del Apocalipsis bíblico (1881). Desde Los elementos de la noche, ya se manifiestan los estigmas textuales de una renovación cósmica. Podría evocarse, por ejemplo, la primera composición del libro, el poema “Árbol entre dos muros” que, en el orden cósmico, sugiere la rotación diurna y nocturna: